Julio Santoyo Guerrero

Sin pensarlo mucho parece correcta y acertada la prohibición para que los narco corridos no se toquen en espacios públicos. Se ha dicho que la mayor parte de la gente a quien se le ha preguntado sobre la medida contestan que están de acuerdo.

Y hay razón para ello. La muerte, la desaparición forzada, los reclutamientos, el cobro de piso, el control territorial, que prevalecen en gran parte del territorio nacional no pueden pasar inadvertidos. Incluso podría decirse que cada hogar mexicano ha sido victima o está cercana a la tragedia sufrida en el entorno familiar o comunal.

La prohibición de los narco corridos es tomada por la población como una respuesta legítima para disminuir la influencia y presencia de los criminales. Sin embargo, bien analizada la propuesta en el contexto de la magnitud del fenómeno criminal, la prohibición apenas tiene el alcance de los letreros de “no tire basura”.

En lo particular no me agradan los narco corridos y tampoco alguna música que ha prosperado en los años que corren, tampoco ciertas expresiones culturales. Pero me atengo a la lúcida expresión de Voltaire: “Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

Precisemos: el corrido, con el contenido que sea, es el espejo cultural de una realidad que puede conceptualizarse o significarse de mil maneras, a través de una crónica, un reportaje, un libro, una película, una obra de teatro, una serie.

Prohibirlos es querer romper en vano el espejo cultural en el que se refleja una realidad dolorosa e incomoda para todos. Ante el vendaval criminal que nos azota la prohibición queda como un acto afanoso de propaganda antes que como medida seria para atender el problema en sus causas.

En lugar de prohibir las expresiones culturales (y sí, eso es también una expresión cultural) el Estado debe ocuparse seriamente en derrotar a los cárteles criminales capturando a sus jefes, abatiendo sus capacidades operativas, militares, financieras, comerciales y políticas.

Hasta ahora ningún narco corrido se ha convertido en política de Estado como sí ocurrió con la frase “abrazos y no balazos” que alentó durante el sexenio pasado una política de abierta concesión a los criminales. Sin embargo, en congruencia, la dichosa frase no se ha prohibido y dudo que algún gobierno lo haga.

Los narco corridos son un síntoma cultural de la descomposición social mexicana, son el grito emocionalmente perturbado de una sociedad que ha venido perdiendo la empatía por la tragedia humana a la que nos han sometido, son un símbolo de aceptación y ofrenda de rendición ante una amenaza permanente contra la cual no ha podido el Estado y por supuesto tampoco la sociedad civil.

La victoria cultural de los narco corridos es la victoria del crimen organizado frente al Estado y frente a la sociedad. Eso es lo que está detrás de su expansión. Su prohibición es como tratar de apagar un incendio lanzando agua a las llamas y no al objeto que arde, es como perfumar una habitación sin sacar el cuerpo que ahí yace en descomposición.

La idea moral que subyace en su prohibición nos puede llevar al absurdo de prohibir varios corridos de la revolución mexicana por ser una apología de la violencia, o hacer lo mismo con el viejo corrido de “La Martina” por ser apología del feminicidio; muchas series que se difunden en las plataformas también se prohibirían por incitar al robo, al asesinato, a la perversión sexual, a la mentira o a la rebeldía política.

Prohibir la creación cultural en lugar de atacar el problema estructural de la violencia criminal en nuestro país, es una cortina de humo y es del todo ineficaz. De qué serviría eso si las empresas criminales siguen prosperando, si siguen tras bambalinas siendo apoyadas y hasta dirigidas por políticos que les aseguran impunidad a cambio de que operen políticamente en su favor.

La prohibición es la censura de un lenguaje que se articula a partir de la existencia de una realidad. Qué bueno fuera que la prohibición funcionara como un poderoso conjuro para desaparecer esa realidad que tanto nos duele a millones de mexicanos. Si la solución tan solo fuera censurar las palabras que nombran al mal, hace mucho tiempo que estaríamos en el paraíso. Si así fuera creo que tampoco necesitaríamos al Estado ni a los políticos.

Si se quiere la victoria cultural del Estado y con él de la sociedad mexicana, debe hacerse triunfar al Estado de Derecho; entonces deben arrebatársele todos los territorios que controla el hampa y deben ir a la cárcel todos los políticos que los protegen.

La negativa de la presidencia de la república a emitir un decreto federal que los prohíba parece provenir de una actitud más mesurada sensible y entendedora de la trama cultural. Tal vez asume que ello solo alentará su mayor difusión y que más vale, como ya está ocurriendo, desmantelarlos, encarcelarlos y abatirlos.